martes, 11 de septiembre de 2007

Enseñar


Qué importante es querer lo que uno hace. Sin ese sentimiento por delante, todo, todo pierde su posible sabor.

Estar frente a grupo de personas dentro de un salón de clase ha sido apreciado siempre, la experiencia tiene sus recompensas y sus sinsabores todos los días. Desde convertirse en un ejemplo a seguir, hasta transformarse en el motivo de deserción que revela una incapacidad de enseñar del profesor o una incompetencia del alumno para asumirse como responsable de sus circunstancias.

Estar allí corona el delicioso proceso de estudiar y preparar el tema, armar la mejor estrategia para comunicar el mensaje, medir los tiempos, anticiparse a las dudas genuinas y a las dudas alevosas y defender lo que se sabe. Estar allí es la punta visible de un denuedo anterior nimio o decoroso. A veces la experiencia ayuda y permite interrumpir la disciplina, las más de las ocasiones la vergüenza propulsa a una ética noble, la que se aprende en casa y nos dicta la conveniencia de hacer prosperar destinos, incluido el nuestro.

Los alumnos son personas, para bien y para mal. Una clase es un ejercicio olímpico de relación pública. De aplicación de habilidades sociales y de manejo inteligente de las emociones. Recuerdo una ocasión que tras leer su examen final, sin contestarlo, un alumno tuvo a bien escribirme unas palabras a modo de reproche: "Profesor, es usted el culpable de que odie la lectura, de que prefiera seguir dormido que venir a la escuela, odio su clase y lo odio a usted." Confieso que me sentí muy responsable por haber obtenido un objetivo contrario al original, me entristecí. No atinaba una explicación, pero no negué mi culpa. No le di lo que quería, no me detuve en sus necesidades. Yo también lo odié. Busqué una explicación de su comportamiento y le pregunté a una de sus amigas cercanas si ella había recibido del joven algún comentario sobre mí. Su respuesta fue negativa. Quería exculparme, necesitaba restaurar mi amor propio. Concientemente y por mucho tiempo, guardé la anécdota en el olvido y ahora vuelve para alarmarme del compromiso de pensar en cada uno de los vagones que guío.

Al frente, el maestro es blanco de las respuestas a sus propios defectos y es vasija de frustraciones ajenas. El maestro necesita la coraza emocional del psicólogo y la valentía del torero para salir en hombros tras dos horas de embestidas humanas.

Every need got an ego to feed, es la descripción más clara de la benevolencia de mi labor. Pensar es una necesidad, nos identifica, nos diferencia. Cuando el joven escucha o lee, se lleva las manos a la barbilla. Levanta la mano, replica, apoya, agrega, comparte... con ello dispara una metralla que asesina de vanidad al profesor que le inspiró.

Una clase es un proceso de comunicación cuyos principales enemigos son el silencio y el monólogo. Qué desanimante es el silencio, qué aburrido es el monólogo. El conocimiento por sí mismo debería ser el catalizador de la disposición anímica de los involucrados, pero la forma de ofrecerlo o mercadearlo, para utilizar una palabra posmoderna, es determinante.

Un maestro es el histrión de su propia cuento que tiene la cualidad de la verosimilitud, de otra manera la única heroína conocida que lo puede salvar se llama condolencia.

Pasé muchos años en la escuela como alumno. Nunca fui generoso con ninguno de mis maestros, no les regalé ninguno de mis pensamientos, sino hasta que me mostraban que valía la pena aventurarme, a pesar de que desde entonces entendía que mi aprendizaje depende de mis participaciones. Ahora me ocupo en crear la atmósfera para el atrevimiento, para que cada uno ponga bajo el examen público lo que sabe y siente. Sólo me falta la amable ofrenda de la retroalimetación.