Si alguien me preguntase a quién envidio más, respondería sin vacilar que a un niño, al que sea.
Ser niño es una experiencia vitalista basada en la alegría de haber vencido recién a la nada, de haber surgido triunfalmente de la tumba de lo que nunca fue ni será. El niño parece andar por la vida con la certeza de ser indestructible, hecho que aligera su existencia y promueve su libertad.
Los niños –y cuando digo niños incluyo a las niñas, retórica que no porque se fue Fox debemos perder- gastan sus lágrimas en concreciones no en desesperanzas. No malgastan su energía en nostalgias de lo que fue o no pudo ser, pues todo para ellos apenas será. Los niños nacen felices porque nacen vacíos de obsesiones, de vicios, de soledades y la curiosidad mueve su espíritu para llenarse de experiencias, imparciales juicios, nóveles perspectivas…
Envidio a los niños porque no le ponen condiciones a la vida. La bondad de estar vivo es un valor que pagan con sonrisas que provienen de la satisfacción y el regocijo de sí mismos.
Para los niños, ansiedad, felicidad o autoestima, por ejemplo, son palabras que ni asimilan ni cuestionan porque gozan de inmunidad frente a lo inexplicable, porque en la primera parte de la vida la cotidianeidad transcurre sola. No hay por qué parar, su catalizador no tiene voluntad, funciona y le pone al niño un sol cada día, una oportunidad de aprender que no pierden.
Alejados de los enredos de la adultez, los niños son personajes neutros que por sí mismos no toman partido. Ven, escuchan y padecen influencias, pero su ingenua razón no comprende de motivos ni intereses. La imaginación es su terreno; el juego, su vida. Son capaces de abstraerse de este mundo y de sí mismos con sus fantasías inofensivas: sus finitas guerras consisten en corretearse y gritar, sus balas se quedan en onomatopeyas. Los niños doctores cuentan con panaceas y muertes reversibles. Los lúdicos bomberos no padecen con su equipo. Supermercados sin precios, bancos sin comisiones. La vida sin bemol alguno es la de los niños.
Envidio a los niños porque no agotan su asombro, buscan, contemplan. Perciben. De ponérseles enfrente, aun el infortunio en su vida está cubierto por la máscara de la incomprensión, y si los malos ratos van formando en ellos fantasmas, al final del día su balanza cae con facilidad hacia la sonrisa y el ánimo. Al amanecer, el destino es todavía un camino seguro y transitable.
Los envidio porque su conciencia apenas comienza, aunque en algunos de ellos la realidad les produce fantasmas precoces e injustos que los invaden de miedos.
A ellos, a los que les tocó acelerar el paso y llegar a la madurez de un solo golpe, a los niños que trabajan; a los de la calle. A los que cuidan a sus hermanos; a los que sufren la violencia de sus padres, sus adicciones, sus rencores; a los sin amor, a los abandonados, a los infelices, a los hambrientos, a los que no tengo en mi lista de calamidades; a ellos, con ellos tenemos una deuda impagable. Pero individualmente podemos paliar el daño con el respeto a sus derechos, con sonrisas genuinas y gratuitas. Si les damos un lugar y una voz, y no una voz pública -eso le corresponde a las autoridades-, una voz así en lo corto, un oído, empatía (eso de ponerse en su lugar) estamos cumpliendo con una conveniencia moral y humana. Decirlo es infinitamente más sencillo que hacerlo, pero lleguen conciencias a buen puerto.
Sin remedio hemos dejado de ser niños, perdimos el contenido de la feliz irresponsabilidad y de la despreocupación en algún momento del proceso de vivir, ya nos hacemos cargo de nuestra vida adulta y todo ello significa algo completamente natural y sobrellevable para algunos, y motivo de desesperación y miedo para otros.
El hecho es irreparablemente así. Sin embargo, tengamos cuidado de no contaminar a un niño con nuestros enfoques. Nuestras aspiraciones no son las suyas. Nuestros fracasos no serán los suyos. Cumplamos simplemente con hacerles la vida ligera, pues en el peor de los escenarios ya les sobrará tiempo para atormentarse.
lunes, 28 de mayo de 2007
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