
Mientras la lectura sea para nosotros la iniciadora cuyas llaves mágicas abren en nuestro interior la puerta de estancias a las que no hubiéramos sabido llegar por nuestro propio pie, su papel en nuestra vida es saludable. Se convierte por el contrario en peligroso, cuando en lugar de despertarnos a la vida personal del espíritu, la lectura tiende a suplantarla...
Marcel Proust
Marcel Proust advirtió que era peligroso tomarse los libros demasiado en serio, y que lo diga el escritor más importante de la Francia del siglo XX no es ninguna bagatela.
Con frecuencia escuchamos a nuestros maestros y amigos hablar sobre la importancia de leer y sobre la fuente de sabiduría que significa acercarse a los pensamientos más importantes de la historia de la humanidad a través de sus obras escritas. Y uno anda por la vida tratando de seguir el ejemplo: leyendo y hablando de sus lecturas y de las ideas de otros. Y en esto último consiste la amenaza.
Recuerdo que mi primer acercamiento a la literatura fue con El capote un cuento del escritor ruso Nikolai Gogol. La atmósfera fría de la ciudad y la psicología del personaje Akaki Akakievich, un antihéroe sórdido que pierde su capote y con él lo pierde todo, describen lo que fui o lo que la literatura hizo de mí durante buena parte de mi juventud, con mi complacencia y gusto desde luego.
Aquel cuento impactó tanto en mí, que me propuse ampliar mi contacto con los libros dedicándome cada vez más tiempo a leer; a leer y de vez en cuando a escribir. Sabía mucho de títulos, autores y citas, pero sabía poco de mí. Me había extraviado en la erudición inútil de ideas que yo no había pensado, sino adoptado. De pronto, a los veinte años me descubrí como un imperioso defensor de la lectura, tal como lo soy ahora. Pero hoy tengo una reserva.
Alain de Botton explica que "los libros no bastan para que tengamos suficiente conciencia de las cosas que sentimos". En nuestras lecturas encontramos ideas con las que tenemos afinidad, que nos pueden ser significativas. Los libros nos despiertan sensaciones y enriquecen nuestra imaginación, pero en un momento indeterminado dejará de ser así por una simple razón: "el autor no somos nosotros". A esos libros les faltará lo que antes nos daba completud.
Empezaremos, con el devenir, a darnos cuenta de algunas incongruencias, a poner en duda las razones de algunos escritores, a caer en la cuenta de que a veces un libro no se entiende del todo porque no es claro. Entonces el momento llegará sin darnos cuenta, el momento en que tengamos la responsabilidad de abandonar el libro para proseguir a solas con nuestros pensamientos, con nuestros “solitos” intelectuales empezaremos a vivir una libertad antes inconcebible: la de no sentirnos maniatados por las palabras de otros, ya que nuevas ideas empezarán a retumbar en nuestros adentros como urgidas de ser alumbradas.
Así, nos daremos cuenta al fin de las limitaciones de la lectura y abandonaremos el prejuicio de dejar a la mitad a Bram Stoker, a Saramago, a Savater, Susan Sontag o Cioran, por muy leídos, reconocidos o galardonados que sean porque llegado a este punto el lector ya es otro; bueno, el mismo con otra perspectiva: la de sí mismo dispuesto a pensar y a vivir.
Marcel Proust advirtió que era peligroso tomarse los libros demasiado en serio, y que lo diga el escritor más importante de la Francia del siglo XX no es ninguna bagatela.
Con frecuencia escuchamos a nuestros maestros y amigos hablar sobre la importancia de leer y sobre la fuente de sabiduría que significa acercarse a los pensamientos más importantes de la historia de la humanidad a través de sus obras escritas. Y uno anda por la vida tratando de seguir el ejemplo: leyendo y hablando de sus lecturas y de las ideas de otros. Y en esto último consiste la amenaza.
Recuerdo que mi primer acercamiento a la literatura fue con El capote un cuento del escritor ruso Nikolai Gogol. La atmósfera fría de la ciudad y la psicología del personaje Akaki Akakievich, un antihéroe sórdido que pierde su capote y con él lo pierde todo, describen lo que fui o lo que la literatura hizo de mí durante buena parte de mi juventud, con mi complacencia y gusto desde luego.
Aquel cuento impactó tanto en mí, que me propuse ampliar mi contacto con los libros dedicándome cada vez más tiempo a leer; a leer y de vez en cuando a escribir. Sabía mucho de títulos, autores y citas, pero sabía poco de mí. Me había extraviado en la erudición inútil de ideas que yo no había pensado, sino adoptado. De pronto, a los veinte años me descubrí como un imperioso defensor de la lectura, tal como lo soy ahora. Pero hoy tengo una reserva.
Alain de Botton explica que "los libros no bastan para que tengamos suficiente conciencia de las cosas que sentimos". En nuestras lecturas encontramos ideas con las que tenemos afinidad, que nos pueden ser significativas. Los libros nos despiertan sensaciones y enriquecen nuestra imaginación, pero en un momento indeterminado dejará de ser así por una simple razón: "el autor no somos nosotros". A esos libros les faltará lo que antes nos daba completud.
Empezaremos, con el devenir, a darnos cuenta de algunas incongruencias, a poner en duda las razones de algunos escritores, a caer en la cuenta de que a veces un libro no se entiende del todo porque no es claro. Entonces el momento llegará sin darnos cuenta, el momento en que tengamos la responsabilidad de abandonar el libro para proseguir a solas con nuestros pensamientos, con nuestros “solitos” intelectuales empezaremos a vivir una libertad antes inconcebible: la de no sentirnos maniatados por las palabras de otros, ya que nuevas ideas empezarán a retumbar en nuestros adentros como urgidas de ser alumbradas.
Así, nos daremos cuenta al fin de las limitaciones de la lectura y abandonaremos el prejuicio de dejar a la mitad a Bram Stoker, a Saramago, a Savater, Susan Sontag o Cioran, por muy leídos, reconocidos o galardonados que sean porque llegado a este punto el lector ya es otro; bueno, el mismo con otra perspectiva: la de sí mismo dispuesto a pensar y a vivir.
No hay en mis palabras desdoro por la lectura, pues necesitamos leer para alimentar nuestros pensamientos, leer un poco más para descubrirlos, y finalmente dejar de leer para saber qué hacer con ellos.